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“Capitón: lecturas analíticas”, surge de un punto de encuentro entre deseos, que tienen  su anclaje en el psicoanálisis.  El punto de capitoné es un elemento que Jacques Lacan toma de la colchonería: “(…) un entrecruzamiento de hilos que por tensión producen las depresiones en la superficie, también llamadas puntos de almohadillado. Lo que hay que retener es que todos estos puntos se producen simultáneamente al tirar de los hilos y no uno a uno. La puntuación de una frase es análoga a la tensión de los hilos; tiene por resultado el abrochamiento del sentido que resulta retroactivo y que se presenta como una unidad”.
Punto de capitón, punto de almohadillado, o también, punto de basta; es lo que permite que una frase, hecha de elementos significantes (palabras), cobre sentido por efecto de retroacción. Esto implica que el efecto de significación, el significado, sólo se constituye al finalizar una oración.
Esta página, es nuestro punto de basta.  Nuestro capitón. Orientados por nuestro deseo, un deseo que encuentra diferentes soportes materiales (libros, cine, temas de actualidad, etc.), la escritura constituye el punto de capitonado que re- significa el material leído y analizado; y al mismo tiempo invita a una nueva construcción (sobre lo escrito y lo que ha de escribirse).

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Tristeza não tem fim, felicidade sim

  • Capitón
  • 10 ago 2020
  • 11 Min. de lectura

La dimensión ética de la depresión


Hace un tiempo atrás comenzamos a preguntarnos por la palabra depresión, porque aunque creamos que es una patología ampliamente reconocida, no es en el fondo, más que un significante. Es inevitable oírla, en la medida en que ha superado el ámbito psi. Claro está, que la pandemia y los efectos de ella, han acentuado su presencia en los medios de comunicación y en los consultorios. Encontramos sujetos aún no deprimidos pero preocupados por una posible depresión (buscando el modo de prevenir los avatares de la pulsión); otros, que se reconocen como depresivos, buscando soluciones a partir de un autodiagnóstico que desconoce la pregunta por el malestar.

Deberíamos recordar el aporte de Lacan a la lingüística: "el significante en cuanto tal, no significa nada", y observar la multiplicidad de fenómenos que se insertan dentro de la categoría depresión. Se habla de trastornos del humor y bipolaridad, de sujetos abatidos y desvitalizados, encerrados, ensimismados y tristes; enfatizando la falta de productividad que produce la depresión. Porque después de todo, necesitamos en esta época, ser capaces de trabajar, ganar dinero, consumir y volver a trabajar. La tristeza profunda de la depresión nos vuelve unos inútiles, según lo espera el amo actual. Y entonces, las clasificaciones se realizan según cómo responden el sujeto al tratamiento farmacológico. Una estética de la personalidad, tal como la pensó Kramer, está en auge. El uso del medicamento para lograr un sujeto más productivo y competitivo ha pasado a ser el objetivo de la industria farmacológica actual. La depresión encuentra su lugar así, en nuestra época, como efecto y producto del discurso capitalista cuyo único bien valorado es el consumo, el rendimiento y la producción.

La promesa de una felicidad al alcance de la mano y de un bienestar perdurable, esconde tras su eslogan, una exigencia imposible de satisfacer, un mandato ciego y voraz que recuerda a la ferocidad del superyó y al imperativo moral kantiano. La promesa es una estafa, ya que el sujeto siempre se encuentra amenazado por peligros que producen sufrimiento, tal como nos lo recordó Freud en “El malestar en la cultura”, señalando además,que, incluso en el dolor más hondo de existir puede haber satisfacción.

Si sostenemos que toda clasificación es histórica y responde a las manifestaciones sintomáticas de una época, debemos suponer que la “depresión” tal como la conocemos hoy, es un fenómeno nuevo producto del mercado que se consume, se desecha y se vuelve a consumir. El discurso capitalista, como sostiene Colette Soler, destruye el capital simbólico, es decir aquel que permite afrontar las desgracias de la vida produciendo un corte entre el sujeto y sus objetos.

Sin embargo, y a pesar de ello, es posible afirmar: “no todos depresivos”, obligándonos a preguntarnos ¿Qué uso hace el sujeto de la depresión? ¿Qué condiciones subjetivas deben estar presentes para desencadenar una depresión? La propuesta es entonces introducir al sujeto como responsable y padeciente de lo que lo aqueja, que no es otra cosa que la dimensión ética en el abordaje de la depresión.


La depresión no es la angustia

Lo que en psiquiatría se denomina depresión, en psicoanálisis es reconocido con el término tristeza. Claro está, que no toda tristeza puede ser entendida como una depresión, y entonces, el asunto puede comenzar a insertarse en el terreno de los límites, de las mediciones, de lo cuantitativo, o como le gustaba pensar a Freud, en lo económico; como si la depresión nos ubicará del lado de un exceso, de un penar de más.

La tristeza, entonces, entendida en el marco de la depresión, puede definirse como una pasión: la pasión de estar triste. Pasión: del latín passio, passionis, derivado de pati ‘sufrir, aguantar’; de la familia etimológica de padecer, indica que las pasiones no son otra cosa que un raro padecimiento, rareza que no señala otra cosa, que la satisfacción implicada en ellas. La depresión es entonces un padecimiento sospechoso.

La angustia también encontró su lugar en la clínica psiquiátrica con la conocida denominación de “ataque de pánico”. Hay una estrecha relaciòn entre la crisis de angustia y los fenómenos situados en el cuerpo, pero precisamente allì, donde el cuerpo se manifiesta, las palabras se ausentan. La angustia es aquel afecto que nos deja fuera de la determinación, en un “no sé por qué me puse asì”. Precisamente, por esa falta de palabras es que en el psicoanálisis es tan valiosa, después de todo las palabras son engañosas, y entonces, allí donde se ausentan habría un camino posible para otra cosa, aquello que Lacan señaló como una orientación hacia lo real. Freud, por su parte, no dejo de ver en la angustia una preparación para el peligro, y por lo tanto, su funciòn de preservar la homeostasis del sujeto, señalando que su falta, es la principal causa del trauma.

Estar angustiados, no es estar tristes, y estar tristes no es siempre patológico. Quizás de lo que se trate sea de cuestiones cuantitativas, economicas: estar apasionadamente triste, es decir, estar depresivos. Quizás, por esa marca de satisfacción,y aunque parezca absurdo e imposible suponer un placer en la tristeza, es que la filosofía y la religión la han reconocido como un pecado.

Separar la tristeza de la angustia es el primer paso. El segundo implica reconocer la dimensión trans-estructural de la depresión. La tristeza concierne a todas las estructuras y cómo tal es preciso ubicar de qué índole es el fenómeno cuando se presenta. Se trata de diferenciar en la clínica, a la tristeza como una pasión del alma, es decir a la tristeza neurótica en su no querer saber nada del inconsciente (en el sentido de la represión), de aquel rechazo del inconsciente propio de la psicosis y la melancolía.


El hombre: pasión inútil

Freud en su “Más allá del principio de placer”, sostuvo que todo ser humano está habitado por dos fuerzas en constante lucha: la pulsión de vida y la pulsión de muerte. La vida, no tiene otro fin que la muerte, pero los seres humanos, decidimos cada día postergar el inevitable desenlace. La pulsión de vida empuja con su fuerza para hacer más largo el camino, aunque en determinadas ocasiones, se encuentra débil y entonces, la pulsión de muerte sale a la escena.

La tesis freudiana ya se encontraba presente en Heidegger quien parte de la pregunta ¿por qué soy en el mundo? ¿para qué éxito? Y la única razón de la existencia que encuentra, es una respuesta negativa: el ser existe en tanto ser para la muerte, nuestra proyección como seres va en dirección de la nada.

Los seres humanos contamos con semblantes para arreglarnosla frente a la certeza de la muerte, vivimos, por así decirlo, engañados. La depresión, o más precisamente, los sujetos tristes, estarían desengañados respecto a ello. Un deprimido es alguien que ha perdido el interés en todo aquello que funciona como velo. Hay una cierta lucidez en la depresión.

La depresión neurotica

Para pensar el estatuto de la depresión en la neurosis podríamos tomar como referencia la relación de la tristeza con la falta en ser, por un lado, y la falta en tener, por el otro.

En tanto sujetos constituidos en un universo de lenguaje, el ser humano se encuentra marcado por una pérdida fundamental. La falta en ser es inevitable para todo aquel que ha consentido al lenguaje y su efecto de discurso. A pesar de ello, el lenguaje también, en su dimensión de pérdida, introduce un aspecto vivificante: el deseo.

Somos seres deseantes a partir de una pérdida, que nos reconduce a diversos objetos que vienen a ubicarse del lado del tener, como intentos de suplir el objeto perdido. Pero nada podrá restituir nuestra completud, tal como lo expresa el triste con su lucidez al quitarle el aspecto vivificante al deseo.

Hay en Freud una hermosa referencia a la fenomenología de la tristeza como “duelo por la libido perdida”, “una hemorragia libidinal”, figura tan presente en los dichos de nuestros deprimidos con la imagen del desgano. Por supuesto que uno podría preguntarse qué ha pasado con el deseo y su aspecto vivificante, con las ganas de seguir renovando la búsqueda del objeto perdido, porque el deseo, metonímico por estructura, se renueva constantemente sosteniendo siempre su imposibilidad.

Con el tener, intentamos remediar la falta en ser, por ello para Lacan era tan importante diferenciar los objetos de la intención, del objeto de la causa. No deseamos, aunque creamos que sí, a partir de los objetos presentados por el mercado, no deseamos porque los objetos son la causa, la causa es una pérdida fundamental efecto de la desnaturalización de nuestras necesidades por el simple hecho de ser interpretadas por un Otro. Podríamos formularlo así: deseamos no por el objeto, sino por su ausencia.

Nadie puede negar, que en más de una ocasión es una pérdida a nivel del tener lo que puede desencadenar la tristeza: perder un amor, una vida, una carrera o un trabajo, la libertad o todo lo que pueda haber sido investido libidinalmente por el sujeto. El duelo no es otra cosa que el intento de recuperar la libido localizada en los objetos, o como enuncia Lacan en el Seminario X, el intento de volver a reconstruir el verdadero vínculo que nos une a nuestros objetos libidinales; recuperar la causa, aunque hayamos perdido lo que es del orden de la intención. El duelo consuma por segunda vez la pérdida de objeto. Hay un objeto perdido propio de la castración (a) que luego se intenta reencontrar en los objetos de amor i(a). Cuando el objeto i(a) desaparece, se produce por segunda vez la pérdida. Por eso todos los i(a) son reemplazables, porque de lo que se trata es de volver a encontrar el a, verdadera causa de nuestro deseo.

Leímos en uno de los tantos artículos que hemos investigado, que un paciente que se reconocía deprimido, decía que sus ideas eran como ropa mojada que caen de la soga para tender. Uno no puede evitar pensar, en la posición intervalar del deseo como articulador de la cadena significante, como impulso vital. Y entonces podríamos formular que el deprimido es alguien que ha cedido al deseo (y su fuerza de vida), que lo habita, parafraseando a Lacan en el Seminario de la Ética.

En “Televisión” Al referirse a la tristeza enuncia: “La tristeza se la califica de depresión, pero ella no es un estado del alma, es simplemente una falta moral como lo expresó Dante, al igual que Spinoza: un pecado, es decir, una cobardía moral que sitúa al pensamiento como su resorte último."

El rechazo al deseo, y por lo tanto al inconsciente, hacen de la tristeza un pecado para Lacan, tal como lo entendían los monjes de la edad media, aunque aquí no se trata de un asunto religioso, ni mucho menos moralista. Estar hundido en la depresión, coloca al sujeto en una posición de rechazo al saber, como sí lo único valioso fuera permanecer en ese estado de dolor, hablando de dolor, viviendo para él. Podríamos decir que utilizar la expresión “sujeto deprimido” es absurdo, porque precisamente allí, no hay sujeto, si es que al hablar de sujeto, entendemos a ese efecto que se produce como consecuencia de la emergencia de un saber no sabido.

El deprimido es un sujeto pecador por su cobardía, por no querer saber nada de la castración, por no asumir su deseo y por gozar de la tristeza como si fuera un afecto verídico, sin engaños. Es el sujeto que quiere la psiquiatría: sin responsabilidad, victima de un mal hipermoderno, dependiente del fármaco como el único milagro que podrá salvarlo.

Lacan no se dejó engañar. Siempre apostó por nuestra responsabilidad, lo cual nos vuelve responsables de nuestro dolor, pero también completamente dueños de nuestro bienestar. Y por ello opuso el rechazo de la depresión al gay savoir ( o saber alegre), la ética del bien decir.


La depresión en las psicosis

Colette Soler toma prestado de la religión la diferencia entre pecado venial y pecado mortal para diferenciar el rechazo del inconsciente en la tristeza neurótica, del rechazo de la psicosis.

Hay rechazos y rechazos, porque como afirmaba Lacan en el Seminario III, que el neurótico no quiera saber de nada de la castración, es cosa natural, pero de alguna forma siempre lo sabe, claro, por el síntoma. Pero las psicosis, no, no saben nada del inconsciente porque no han consentido al efecto discursivo del lenguaje, a las reglas del Otro.

La melancolía y sus reproches nos dirigen de lleno a la cuestión de la culpa. Si hay un origen de la misma es en relación a la falta de goce (el objeto que le vendría bien está perdido), y el goce que hay, es inapropiado para hacer existir la relación sexual. Lo llamativo es que el superyó exige gozar teniendo en cuenta estas dos imposibilidades del goce girando en un círculo infernal. ¿De quién es la culpa? No de la sociedad, no del Otro, porque no existe, sino del sujeto. Hay distintos modos de hacer con la culpa: el neurótico a veces la asume, otras la deposita en el otro. La psicosis melancólica asume la culpa a su favor, convirtiéndose en un indigno. Freud había señalado esa indignidad, con los reproches con los que el melancólico se dirige a sí mismo, que paradójicamente, no coinciden con las características de su persona sino con las del objeto perdido que, además, sabe a quién perdió, pero no qué del objeto. La naturaleza de la pérdida es ideal y contrariamente a lo que podría creerse, en la melancolía no es el mundo el que se empobrece, sino el yo.

Lacan retoma la melancolía bajo la luz de los efectos parasitarios del lenguaje, es decir, como producto de la forclusión y en el Seminario X, la lee a partir de la relación entre el objeto "a", y los i (a). Donde el melancólico buscará pasar a través de su propio imagen, “atacarla” para poder luego correrla y encontrarse con "a". Este desplazamiento de los i(a) se ve reflejado en los actos suicidas, donde el sujeto logra tener el tan esperado encuentro con el objeto que lo trasciende, encuentro que desembocará en el vacío y el fin de su existencia como tal. Deshacerse de la defensa, para ir camino hacia lo real, es el objetivo de toda psicosis melancólica.


La orientación del tratamiento

Nos preguntamos si la vía para responder a una pasión, puede ser otra pasión. Después de todo, el psicoanálisis siempre parte de una de ellas, aunque reconociendo su aspecto engañoso. El amor de transferencia es la propuesta para hacer frente a la “depresión”, porque antes que nada, el analista si tiene transferencia, es con el psicoanálisis, pero sobre todo, con el inconsciente y con su efecto enigmático. Es cierto que la depresión sumerge al sujeto en un estado de no querer saber, pero muchas veces llegan a los consultorios, ya sea porque alguien ha decidido poner en movimiento una serie de dispositivos para “ayudar” a la persona; otrora porque es el mismo deprimido que cae allí como una mera contingencia.

Los analistas estamos advertidos que no siempre la demanda de análisis está de buenas a primera y la depresión, o la tristeza como nos gusta llamarla en psicoanálisis, es un claro ejemplo de ello. Es vía la transferencia que se posibilita el pasaje del rechazo del inconsciente al amor al inconsciente, es decir, convertir a ese padecimiento en una pregunta que ponga de manifiesto su carácter de producción subjetiva. Se trata de devolverle al sujeto su castración, y quizás la primera forma de restituir el deseo sea pasarlo al nivel del saber. Una demanda de análisis sostenida en el deseo de saber, le quita a la tristeza su aspecto de rechazo.

En las psicosis, Lacan pensó al trabajo del analista como “secretario del alienado”, en la medida que la transferencia no se instala a partir de la construcción del sujeto supuesto saber, sino que el saber, está del lado del psicótico. En las melancolias, la orientación es la defensa. El analista sirve como acompañante para la producción de los i(a) que velen lo real insoportable, al mismo tiempo, que se convierte en un explorador de los aspectos vivificantes del paciente, cualquier signo que introduzca la pulsión de vida, para hacer frente a la muerte. Así con que el paciente asista al consultorio cuando trabajamos en institución, ya es pulsión de vida.

Julia Kristeva en “Sol negro” define al deprimido como un ateo en la medida en que no cree en el lenguaje, y se pregunta qué acto se puede esperar del analista cuando su principal herramienta es la palabra. En uno de los casos que toma como ejemplo, señala una interpretación que apunta a marcar la “vibración en el tono de voz”, lo cual constituye un signo de vida. Otras veces es un cambio en el aspecto físico, o una mueca en el rostro, un leve gesto que devuelva al paciente su pertenencia al mundo de los vivos.







 
 
 

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